"El hombre es un dios cuando sueña
y un mendigo cuando reflexiona"

Hölderlin

domingo, 4 de diciembre de 2011

LA ESTRELLA DEL SUEÑO

Edgar Degas: La estrella. Pastel sobre papel. 58,4 x 42 cm. Musée d'Orsay. París.

Al final a él sí se lo agradecieron. Igual que los escritores sueñan con una reunión con sus personajes en los que éstos le agradecen la vida que les dio, las páginas en las que ellos se confunden consigo mismo y las calles en las que él se siente uno de ellos, el aplauso final en el que culmina una vida y una obra, la gratitud emotiva como premio a años de incansable esfuerzo. Algo parecido sentía Théophile Menard, crítico y profesor de teoría del arte que, comentando cada cuadro, daba vida a los personajes y al propio pintor, profesor que durante los años que abarcaron su larga carrera de docente había enseñado prácticamente los mismos temarios pero siempre de forma distinta. Se conserva en la Biblioteca Nacional la grabación de parte de la última lección que dio en la universidad, lección dedicada al impresionismo.

<< Hay una vida que es la nuestra detrás de cada personaje. Ella está sola en el escenario, toda la pieza depende de ella, esa es la presión de las estrellas, su número puede desatar la catarsis del público. Toda la escena está preparada para ella, se configura en torno a su cuerpo, desde las abocetadas quintas y el fondo desfigurado hasta los detalles que adornan su vestido. Detrás sus compañeras descansan y miran, igual que el caballero cuyo traje es del mismo color que la cinta que gira alrededor de su cuello. La corta distancia que la separa del resto es en realidad inmensa, está absolutamente aislada en su perfecto dibujo.

Y nosotros estamos aquí, sentados en el proscenio como se puede observar por el punto de vista picado y oblicuo, por la distancia existente entre el extremo inferior del cuadro y los pies de la bailarina, contemplando la pirueta que la convertirá en la estrella que lleva dentro. La luz escénica que Degas ha creado nos brinda la vaporización del tutú y el juego de luces y sombras sobre su cuerpo, lo que nos da la fugacidad del momento, el movimiento ha sido capturado pero no detenido y si cerramos los ojos nos perderemos lo mejor de todo el número, el punto culmen, el momento clave.

Pero esto no es todo. Este cuadro es un canto, un manifiesto, un documento que nos habla de un tiempo y una sociedad, la de Edgar Degas, pero también un registro para la memoria colectiva sobre toda la evolución de la pintura occidental y la desarrollada en el siglo XIX. Me explico: La pintura desde el Renacimiento siempre ha dialogado consigo misma, ha configurado su tono en el esfuerzo de todos y cada uno por lograr una ansiada perfección, una exacta representación de una realidad, de un mensaje o de unos valores. Pero el diálogo, o el coloquio, ha continuado, en ese momento ya se puede presentar otra cosa en una pintura, incluso la pintura misma ha trabado contacto con otras artes. La fotografía ahora puede representar la realidad que vemos sin necesidad de un pincel y el pintor puede centrarse en presentarnos un mundo interior, sea el suyo, el de su personaje, o el del espectador que se sienta en el patio de butacas. O simplemente una mirada, porque aquí el enfoque es fotográfico, está configurado por la luz instantánea y por un punto de vista preciso y externo a la acción, por eso el segundo plano se disuelve en sus formas y colores. Esta disolución representa un paso adelante en la evolución que llevará a la pintura a su autonomía y al cuestionamiento de sus pilares fundamentales desde los tiempos de Lorenzo el magnífico.

Somos ajenos a lo que ocurre pero estamos dentro del cuadro porque somos sus ojos. El mundo representado, que avanza desde el borrón al detalle, es un mundo subjetivo hecho de luz, el mundo de la bailarina pero también el nuestro, que estamos sentados en el palco y centramos nuestra atención sobre ella sin definir con la vista lo que se halla en el fondo, un segundo plano que deja a nuestra imaginación construir lo que rodea a la protagonista. Encontramos en esta pintura el fruto de su tiempo y de toda la historia, nuestro mundo y el de ella, el mundo del teatro y la danza y el mundo de la pintura, todos los puntos de vista entremezclados, sujetos y objetos confundidos y plasmados en una obra que como tal representa el culmen del arte de su tiempo. >>

Había sido su última lección antes de su retirada definitiva de las aulas. Ya estaba todo hecho, hasta la universidad había organizado un acto en homenaje en el que sus colegas le dieron las gracias (muchos de forma hipócrita) por tantos años de trabajo imponiéndole una medalla.

Llegó a casa ya de noche y se recostó en el sofá. Sentía esa mezcla extraña de satisfacción y nostalgia que embarga al que ha terminado un largo periodo de su vida en el que lo hizo lo mejor posible intentando hacer sentir a los demás la pasión que él sentía, incluso el dolor de la lucidez. No sabía si salir a tomar una copa, a saborear un momento agridulce. Mientras tanto se puso a leer una carta firmada por muchos de sus ya antiguos alumnos para cerciorarse de que todo estaba bien. Y cerró los ojos.

Unos minutos más tarde recorría las calles de noche. Decidió tomar esa copa que tanto ansiaba y en la acera opuesta vio la puerta de un bar, encima un letrero de titubeante neón decía “Voltaire”. Decidió entrar y en la puerta unas muchachas de rasgos africanos le dieron la bienvenida. Atravesó el umbral y bajó las escaleras que conducían al interior. A medida que bajaba se abría ante él el interior de un local que desconocía pero que le resultaba familiar. Sobre el escenario Jane Avril cantaba una balada, había mucha gente y un ambiente muy alegre, propio de una fiesta dedicada a alguien especial para todos. Al llegar al penúltimo escalón todos se giraron hacia él y comenzaron a aplaudir efusivamente, el viejo profesor estaba absorto, ya no entendía nada. Se dirigió hacia la barra y poco a poco empezó a reconocer a todos aquellos que le palmeaban la espalda, le sonreían y le daban las gracias sin cansarse de aplaudir. Allí estaban todos los miembros del circo Fernando, indígenas de la Polinesia, señoritas provenientes del norte de África, planchadoras y campesinos de Normandía, alemanes que siempre había visto de espaldas y que ahora se giraban para mirarle, Gaston Latouche pidiendo una copa a la camarera Suzon, un hombre bajito y cojo con gesto taciturno al lado de otro al que le faltaba una oreja, otro con acento vienés y un enorme blusón, tres hombres que fueron juntos a darle la mano y que se presentaron como Jean Auguste, Eugène y Théodor,  Monet con sombrero de paja y barba espesa junto a dos señores mayores también con sombrero a los que les asomaban pinceles de los bolsillos de la chaqueta porque venían de pintar en algún lugar cercano, hasta aquel joven de pelo largo y perilla que siempre estuvo en contra de la academia también aplaudía.

Un hombre muy mayor, de barba y pelo largo, fue conducido hasta él por una muchacha. Resultaba evidente que era ciego. Al llegar el señor le cogió los brazos y le dijo:
-                 -  Gracias. Esta mañana me he emocionado -.

La chica se acercó más y le dio un tierno y largo beso en la mejilla. Era ella, la estrella del ballet, que ya se había cambiado de ropa y era todavía más hermosa. -¡Claro!- pensó el viejo profesor, -es la estrella acompañando al señor Degas-. No sabía si esta escena era real o era un sueño pero éste, y no el homenaje de la universidad por la tarde, era el que él soñaba. Y en ese momento, delante de todos aquellos artistas y personajes, todos aquellos a los que tanto había mencionado y comentado, les agradeció su pasión hacia ellos y rompió a llorar de alegría.

martes, 8 de noviembre de 2011

FOTOCOPIA ESTE POEMA



Porque no es lo que el mundo necesita
Luna Miguel

Gracias,
vuestro feo mundo nos crece en el ombligo.
Aunque no sepamos qué es el poema
escribiremos con lo que nos quede.
Para esta herida
más allá del vinagre
no es posible ninguna salida
pero nuestro cuerpo sigue vivo.

Escupiremos mariposas y puñales,
tatuaremos el amodorrado alicatado
de los aseos nocturnos
no sólo con tinta,
desgarraremos nuestra piel
como hojas en el suelo de otoño,
compraremos rosas a los chinos
y las regalaremos a las putas de nuestro barrio,
homenajearemos a una justicia inexistente
pintando claveles en la puerta del Mcdonald’s.

No quiero idealistas,
quiero soñadores:
practicaremos de una vez por todas
el aquí y el ahora.
Aunque no sepamos lo que es
escribiremos poesía
porque no es lo que el mundo necesita.


miércoles, 27 de julio de 2011

"RIBERA DE LOS ALISOS" DESDE LA RETÓRICA CLÁSICA

Jaime Gil de Biedma
 
            En este escrito trataré de leer el poema Ribera de los Alisos de Jaime Gil de Biedma a la luz del esquema de la retórica como poética pragmática propuesto por la profesora Dolors Oller. Este esquema desvela una síntesis entre retórica y poética donde aquélla funciona como una poética del discurso literario, un discurso que será reelaborado y “acabado” por cada lectura de cada lector, que incorporará nuevos sentidos al discurso. Con la vista puesta siempre en el texto aplicaré el esquema de la retórica clásica para revelar nuevos sentidos, siempre discutibles y nunca suficientes, en un acto de comunicación con la obra y con el poeta, uno de los más grandes poetas españoles posteriores a la guerra. Asimismo propondré la lectura de otros poemas de Ángel González, poeta contemporáneo, a modo de comparación y sugerencia para detectar las similitudes y diferencias en las estructuras creadoras de sentido. Una lectura, la mía,  que se convierte a su vez en texto y que pretende que el lector establezca un diálogo abierto con Gil de Biedma y su poema, con Ángel González y sus poemas, y conmigo que ahora hablo con ellos:

                RIBERA DE LOS ALISOS[1]

Los pinos son más viejos.
                                   Sendero abajo,
sucias de arena y rozaduras
igual que mis rodillas cuando niño,
asoman las raíces.
Y allá en el fondo el río entre los álamos
completa como siempre este paisaje
que yo quiero en el mundo,
mientras que me devuelve su recuerdo
entre los más primeros de mi vida.

Un pequeño rincón en el mapa de España
que me sé de memoria, porque fue mi reino.
Podría imaginar
que no ha pasado el tiempo,
lo mismo que a seis años, a esa edad
en que el dormir descansa verdaderamente,
con los ojos cerrados
y despierto en la cama, las mañanas de invierno,
imaginaba un día del verano anterior.
                                               Con el olor
profundo de los pinos.
Pero están estos cambios apenas perceptibles,
en las raíces, o en el sendero mismo,
que me fuerzan a veces a deshacer lo andado.
Están estos recuerdos, que sirven nada más
para morir conmigo.

Por lo menos la vida en el colegio
era un indicio de lo que es la vida.
Y sin embargo, son estas imágenes
– una noche a caballo, el nacimiento
terriblemente impuro de la luna,
o la visión del río apareciéndose
hace ya muchos años, en un mes de septiembre,
la exaltación y el miedo de estar solo
cuando va a atardecer -,
antes que otras ningunas,
las que vuelven y tienen un sentido
que no sé bien cuál es.
                                   La intensidad
de un fogonazo, puede que solamente,
y también una antigua inclinación humana
por confundir belleza y significación.

Imágenes hermosas de una historia
que no es toda la historia.
Demasiado me acuerdo de los meses de octubre,
de las vueltas a casa ya de noche, cantando,
con el viento de otoño cortándonos los labios,
y la excitación en el salón de arriba
 junto al fuego encendido, cuando eran familiares
el ritmo de la casa y el de las estaciones,
la dulzura de un orden artificioso y rústico,
como los personajes
en el papel de la pared.

Sueño de los mayores, todo aquello.
Sueño de su nostalgia de otra vida más noble,
de otra edad exaltándoles
hacia una eternidad de grandes fincas,
más allá de su miedo a morir ellos solos.
Así fui, desde niño, acostumbrado
al ejercicio de la irrealidad,
y todavía, en la melancolía
que de entonces me queda,
hay rencor de conciencia engañada,
resentimiento demasiado vivo
que ni el silencio y la soledad lo calman,
aunque acaso también algo más hondo
traigan al corazón.
                        Como el latido
de los pinares, al pararse el viento,
que se preparan para oscurecer.

Algo que ya no es casi sentimiento,
una disposición de afinidad profunda
con la naturaleza y con los hombres,
que hasta la idea de morir parece
bella y tranquila. Igual que este lugar.

Desde la perspectiva de la inventio el poema trata el tema del recuerdo, tan recurrente en la historia de la literatura y también del pensamiento. Aquí el recuerdo surge como nostalgia de un tiempo pasado pero también como revelación de una identidad que busca el poeta consigo mismo ahondando en las imágenes que le llegan del pasado. Son estas imágenes << antes que otras ningunas, / las que vuelven y tienen un sentido / que no sé bien cuál es>>. El poeta se sabe mayor y recapitula y reflexiona sobre su existencia preguntándose quién es, porque puede que la muerte ya no quede lejos << Como el latido / de los pinares, al pararse el viento, / que se preparan para oscurecer>>.
Pero como ya comentaba Aristóteles, hay un itinerario latente más abstracto que pregunta por las cosas y la inventio orienta el discurso para que las descubramos. En este poema tanto el autor como el lector se preguntan qué es el recuerdo, cuál es su función o su importancia en la configuración del sujeto o qué sentido tiene para el hombre que recuerda a la hora de construir su identidad. Y es evidente aquí como el poeta reflexiona sobre su propio recuerdo, << La intensidad / de un fogonazo, puede que solamente, / y también una antigua inclinación humana / por confundir belleza y significación>>. Sí, quizá eso, pero el poema se va configurando en un discurso del que, a partir de las imágenes del recuerdo, él aprehende claves para comprenderse a sí mismo. Exactamente lo mismo que sucede en el poema Ciudad cero de Ángel González, contemporáneo de Gil de Biedma que también ha vivido de niño la experiencia de la guerra, pero esta vez mucho más de cerca.

CIUDAD CERO[2]

Una revolución.
Luego una guerra.
En aquellos dos años – que eran
la quinta parte de toda mi vida -,
yo había experimentado sensaciones distintas.
Imaginé más tarde
lo que es la lucha en calidad de hombre.
Pero como tal niño,
 la guerra, para mí, era tan sólo:
suspensión de las clases escolares,
Isabelita en bragas en el sótano,
cementerios de coches, pisos
abandonados, hambre indefinible,
sangre descubierta
en la tierra o las losas de la calle,
un terror que duraba
lo que el frágil rumor de los cristales
después de la explosión,
y el casi incomprensible
dolor de los adultos,
sus lágrimas, su miedo,
su ira sofocada,
que, por algún resquicio,
entraban en mi alma
para desvanecerse luego, pronto,
ante uno de los muchos
prodigios cotidianos: el hallazgo
de una bala aún caliente
el incendio
de un edificio próximo,
los restos de un saqueo
– papeles y retratos
en medio de la calle…
Todo pasó,
todo es borroso ahora, todo
menos eso que apenas percibía
en aquel tiempo
y que, años más tarde,
resurgió en mi interior, ya para siempre:
este miedo difuso,
esta ira repentina,
estas imprevisibles
y verdaderas ganas de llorar.

Normalmente la evocación de un tiempo pasado se reproduce como un tiempo mejor , al menos según la tradición clásica, pero aquí la situación ha cambiado a causa de la guerra, de la que todos son perdedores independientemente del lugar. Aquí Ángel González no introduce el recuerdo sino que reflexiona directamente sobre él para reconocer lo que de esa época le ha dejado marcado, configurado. Él vivía en Asturias, donde la guerra fue mucho más intensa y cruel que en Castilla dado que el movimiento obrero era mucho más fuerte y había mucha sed de venganza desde ambas partes después de la revolución obrera del 34 que menciona en el primer verso.
Gil de Biedma recuerda los años de su infancia que pasó en la ribera de los Alisos, lugar donde estaba situada su casa en las afueras de la localidad segoviana de Nava de la Asunción. Pasó los años de la Guerra Civil en este paraje de pinares, trigales, viñas y arroyos desde el que se veían, a lo lejos, las montañas donde estaba situado el frente. Pero ambos poetas, en la recapitulación que hacen, en las cuentas finales, recogen frutos amargos: Ángel recoge el miedo, la ira y las ganas de llorar; Jaime, la mentira, el resentimiento de haber vivido engañado fuera de la realidad. Ambos hablan, en sus recuerdos y reflexiones, de sensaciones placenteras, de esas sensaciones que en una realidad así de dura sólo puede disfrutar plenamente un niño porque no es realmente consciente de lo que ocurre ni de la magnitud de la situación, pero aquí el tópico de “cualquier tiempo pasado fue mejor” se ha visto transformado por la realidad social que ha influido en el poeta, en el poema y también en el lector: el tiempo pasado ya no puede ser mejor para ninguno de los dos, para Ángel González es evidente, para Gil de Biedma fue una felicidad ilusoria basada en el desconocimiento.
Desde el punto de vista de la dispositio el poema de Jaime Gil de Biedma (también el de Ángel González) presenta una estructura indivisible, algo que también atañe al plano de la memoria. La mayoría de los poemas de Gil de Biedma se presentan en estrofas de cuatro versos que marcan planos o momentos diferenciados en el discurso, no es este el caso, donde el discurso fluye a medida que el poeta ve aquel paraje de pinos que le induce el recuerdo. El paisaje ha cambiado un poco, como él, pero su recuerdo discurre sin ser susceptible de parón o división y así, la misma forma del poema, en determinados puntos y aparte, lleva a cabo la sangría en determinados versos cuyos sintagmas podrían pertenecer tanto al verso anterior como al siguiente resaltando así la continuidad:

imaginaba un día del verano anterior.
Con el olor
profundo de los pinos.
aunque acaso también algo más hondo
traigan al corazón.
Como el latido
de los pinares, al pararse el viento.

También, en lo concerniente a la dispositio y la memoria, vemos como el verso es libre, adecuado para un discurso que fluye creándose a sí mismo donde las palabras brotan abundantes desde lo más profundo del poeta. Pero aun los versos que tienen la sangría, los más cortos del poema, nunca tienen menos de cinco sílabas, y los versos más extensos nunca sobrepasan las trece, otorgando al poema una regularidad sin sobresaltos ni cortes. El texto va descargando un discurso tranquilo y profundo propio de quien mira desde la distancia del tiempo, que si bien no cura a veces las heridas sí otorga la serenidad. El poema fluye de forma continua e ininterrumpida y cambia como fluye el recuerdo y la imagen que el poeta crea de sí mismo, reconociéndose en ese paraje y ese sendero (la imagen típica del camino de la vida) que ha cambiado un poco:

Pero están estos cambios apenas perceptibles,
en las raíces, o en el sendero mismo,
que me fuerzan a veces a deshacer lo andado.
Están estos recuerdos, que sirven nada más
para morir conmigo.

En este recorrido el poeta nos habla de él mismo y de su vida en el instante en que sabe que la muerte es mucho más cercana que la infancia y vuelve en cierto modo a su origen identificándose en este paraje, que actúa como correlato objetivo en el momento presente en que nos habla el autor. Entramos así en un registro propio de la elocutio y los ejemplos nos servirán tanto para ésta como para la dispositio. La identificación o comparación de igualdad la hará al principio << sucias de arena y rozaduras / igual que mis rodillas cuando niño, / asoman las raíces >>, y lo constatará al final:

Algo que ya no es casi sentimiento,
una disposición de afinidad profunda
con la naturaleza y con los hombres,
que hasta la idea de morir parece
bella y tranquila. Igual que este lugar.

Las raíces están sucias de arena y rozaduras como sus rodillas cuando corría por aquí, por este lugar bello y tranquilo como parece la idea de morir ahora que ha vuelto a un origen y se ha reconocido en él, ambos cambiados después de que el tiempo pasase y les cambiase: a los pinos la vejez; al poeta la anulación del anterior engaño y la experiencia.
Me parece interesante mostrar, a modo de similitud pero también de diferencia entre las formas de identificación del poeta (o protagonista) con aquello que ve y como identidades cambiantes que se acompañan y configuran, así como en la propia estructuración formal del texto, el poema con el que el propio Ángel González abre su poemario “Acariciado mundo”. No realizaré ningún comentario al respecto, simplemente me gustaría mostrarlo para que el lector de este trabajo note por sí mismo los puntos en común y las diferencias creando un nuevo diálogo entre los dos poetas y él:

Por aquí pasa un río.
Por aquí tus pisadas
fueron embelleciendo las arenas,
aclarando las aguas,
puliendo los guijarros, perdonando
a las embelesadas
azucenas…
           
            No vas tú por el río:
es el río el que anda
detrás de ti, buscando en ti
el reflejo, mirándose en tu espalda.

Si vas deprisa, el río se apresura.
Si vas despacio, el agua se remansa.[3]

            Volviendo a la elocutio en el poema de Gil de Biedma encontramos la identificación y también la cercanía de la muerte en ciertas imágenes muy evocadoras que nos revelan significados profundos. El poeta, ahora que el viento de la vida deja de soplar, evoca su recuerdo y siente la melancolía y el resentimiento pero también encuentra unas verdades sobre sí mismo y cierra sus “cuentas”.
 Como el latido
de los pinares, al pararse el viento,
que se preparan para oscurecer.

            El poema nos habla de los recuerdos, unos recuerdos <<que sirven nada más / para morir conmigo>>, de los años de la Guerra Civil en la cual muchos luchaban por conservar antiguos privilegios y formas de vida, en muchos casos por el miedo a la libertad.

Sueño de su nostalgia de otra vida más noble,
de otra edad exaltándoles
hacia una eternidad de grandes fincas,
más allá de su miedo a morir ellos solos.

Ellos (los mayores) fueron los que le acostumbraron al ejercicio de la irrealidad pero luego, cuando salía de esa esfera y se internaba en otra distinta, descubría que las cosas no sólo tienen un punto de vista y que la realidad es más compleja de lo que parece o de lo que a uno (sobre todo si es niño) le cuentan. Esa realidad distinta, la de la España muerta de hambre, es la que él podía ver en el colegio: <<Por lo menos la vida en el colegio / era un indicio de lo que es la vida>>.
En cuanto a la actio parece como si Jaime Gil de Biedma estuviese allí con nosotros,  en el sendero de las afueras de Nava de la Asunción y viese de pronto cómo han cambiado las cosas, cómo han envejecido los pinos y ha cambiado el propio sendero, como él mismo, y entonces recuerda los días en los que <<Un pequeño rincón en el mapa de España / que me sé [se sabe] de memoria, porque fue mi [su] reino>> le configuró para siempre. No contestamos, simplemente escuchamos a un hombre que vuelve al lugar en el que pasó gran parte de su infancia y va enlazando las palabras en las distintas fases y escenarios del recuerdo para llegar al final a lo que le quedó de todas esas experiencias y a la conclusión de que tiene un apego, una relación especial, una “disposición de afinidad profunda” con ese paisaje castellano. Y así, ante un monólogo que nos resulta tan fructífero en preguntas pero no en críticas o censuras, comprendemos que una persona nos habla desde lo más profundo de su alma y de sus años y continuamos el paseo preguntándonos, como él, qué sentido tienen las imágenes de los recuerdos en la configuración de la identidad, la suya y la nuestra. El autor, a partir de lo que ve, nos sugiere que le acompañemos en el paseo.
Y, por supuesto, le acompañamos. Como yo, lector, espero que me acompañes a mí en estas páginas y nos acompañes a nosotros en el paseo por la ribera de los alisos (que aún hoy se conserva prácticamente igual a como la vio Jaime) configurando nuevos sentidos sobre estos actos de comunicación entre personas que constituye toda lectura de un texto, comunicación y construcción de identidades nunca del todo resueltas y acabadas.



[1] Gil de Biedma, Jaime: Moralidades, en Las personas del verbo. Barcelona. Seix Barral. 2005. Págs. 129-132.
[2] González, Ángel: Tratado de urbanismo, en Palabra sobre palabra. Barcelona. Seix Barral. 2004. Págs. 249-250.
[3] González, Ángel: Acariciado mundo, en Palabra sobre palabra. Barcelona. Seix Barral. 2004. Pág. 49.